Mariano Barusso

15 de febrero de 2024

Mi trabajo en la docencia me pone año tras año en contacto con personas jóvenes; mientras mi edad va inexorablemente en aumento, la de los estudiantes, que se renuevan, obstinadamente persiste en torno de los veinte años. Aprecio esa distancia en el tiempo y nada hay más lejos de mí que el intento de atemperarla o disimularla con ardides de empatía epocal.

Suelo comentarles, por lo pronto, que al leer en la computadora (en la computadora tradicional no menos que en la pequeña computadora de bolsillo a la que por alguna razón se da el nombre de teléfono), la calidad de mi concentración baja muy sensiblemente. Comparándola con la lectura de textos en papel y con lápiz en la mano, la que hago en computadora en estado de sobreconexión sufre muchas más distracciones, o bien una atención más ligera e inestable que me induce al sobrevuelo si es que no a la diagonal.

Ante este planteo, lo que una y otra vez los estudiantes me dicen es que a ellos, aunque centennials, aunque millennials, les pasa más o menos lo mismo: que “se cuelgan” o se dispersan más. Desde el siglo XX, del que provengo, les pregunto por el siglo XXI, en el que estamos: cómo logran resolver el problema. La respuesta suele ser que no, que no lo resuelven. Que entienden que hay un problema, pero no aciertan con su solución.

Esto que refiero no afecta solamente la lectura de textos literarios, sino la de todo tipo de textos, incluidos los políticos o periodísticos por ejemplo, y no se circunscribe a una edad. Y si bien no pretendo asignarle ningún valor estadístico significativo, creo que algo puede estar indicando. Algo sobre el estado de cosas.

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